Portada

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miércoles, 6 de mayo de 2015

Opus 104



El director de orquesta ha terminado la penúltima obra, un concierto para trompeta piccolo de Haydn. Sé lo que sigue, y aquí en mi asiento, en medio de todos, con la espalda del maestro en mi mirada sin necesidad de girar el cuello, solamente aplaudo como si aplaudiendo acelerara el tiempo y pasaran más rápido los minutos que faltan para verlo salir por la puerta izquierda de la parte trasera del escenario. Los aplausos dejan de escucharse poco a poco, se desvanecen y el director sale. Se acerca el momento de ver a ese hombre de figura delgada y alta, clásica de los europeos, de cabello castaño claro, piel blanca y ojos verdes. Después de un par de minutos, entra él después del director, con su cello en mano. Se dirige a su lugar sobre una figura de cuatro lados que lo hace ver un poco más arriba que el resto de la orquesta. Se sienta, recto, con el instrumento entre sus rodillas, levanta su mirada verde al público, respira profundo y levanta sus brazos para acomodar su saco y sentirse cómodo durante los siguientes cuarenta y tres minutos. Su mano derecha hace que el arco caiga sobre las cuerdas en el puente del cello y su mano izquierda en el mástil.

Revisa con detalle que esa extensión de él esté afinada. Todo en orden. Sobre sus rodillas se posan sus manos y,con un sutil movimiento de cabeza, señala al director que está listo. Comienza el concierto para cello de Dvorak en Si menor. Cierra los ojos. Allegro, con los clarinetes al inicio, después la trompa. Violines y violas lo envuelven y van haciendo un fade out para darle paso al solista. Abre sus ojos y se prepara. Silencio casi total. Sus dedos largos y ágiles empiezan a deslizarse sobre las cuerdas de acero, mueve su cabeza, y con ello se mueve su cabello castaño.  

En sus labios apretados se nota el esfuerzo por hacer bien las pisadas triples. Se nota el virtuosismo en él, en todo lo que ahora es, en la fusión de un hombre y su instrumento. Habla a través del cello, el arco roza de manera rápida las cuerdas como si las palabras brotaran en una explosión de los labios de un poeta frustrado, y la orquesta toma la palabra cuando él forma notas y trinos sostenidos. Orquesta y cello solista se unen en uno solo con arpegios rápidos y forma una textura exquisita para los oídos. Ahora el cello suena en lo más alto y penetrante, pero la orquesta toma la palabra, imponiendose, sube su sonoridad y calla al cello; y viceversa. Todo es delicioso, incluso verlo a él con el rostro lleno de pequeñas gotas que bajan desde su frente y sienes.

Tocar el cello es tan natural para él como hacer el amor; tanto que también lo hace con los ojos cerrados en momentos de éxtasis, los abre para ver cómo sus manos recorren el cuerpo material que tiene entre ellas y sus labios se entreabren de placer, para respirar, para besar.

Adagio, ma non troppo. Dicen que este movimiento es parecido al anterior en cuanto a técnicas, y tal vez sea cierto. De lo que estoy segura es de que conforme avanza la obra, él se encierra un poco más en su mundo. Sólo él y el cello. Este movimiento es más lírico y suave. La mayor parte se presenta a los oídos solamente con clarinetes, oboes y cornos franceses. El cello hace notas, en su mayoría, más largas. Las notas largas que ese hombre dibuja con el arco en el aire son las que lo hacen bailar sobre la silla. Las notas extensas las siente, lo emocionan, son las que hacen que levante las puntas de los pies. En sus manos se notan las venas que transportan la sangre a la, posiblemente, mejor parte de su cuerpo, la más artística; en los soles verdes de su rostro se refleja la luz, se nota ajeno al recinto.

Un, dos, tres, cuatro. Allegro moderato. Su cello toma una voz danzante, alegre. Una voz gentil que se mezcla con los demás instrumentos y avanza con ellos como un montón de niños en un campo, brincoteando y corriendo felices. En su mundo, él baila un vals con el cello, ahí, sentado sobre una silla ignorando a los centenares de personas que lo miran tocar enfrente de una orquesta, lo ven reinar el escenario, sienten cómo ama al viento neutralizando el silencio. Y yo, en mi mundo, me limito a escuchar mientras en mi mente se forma el recuerdo de su figura cercana a la mía, con sus manos en mi espalda recorriéndome con la misma pasión con la que ha estado tocando todo este tiempo.

Se separan la orquesta y el cello, éste retoma su bella y alta voz. Hacia el final, la música se vuelve lenta pero intensa, vuelve a su tiempo rápido original y él, con dulzura, toca las últimas notas que se mezclan en la sala de concierto con los metales y de más cuerdas del fondo.

Las manos del director indican el cierre de la obra y los ojos de quien gana mi atención miran brillantes a su público mientras él regresa a la realidad. Vuelve al mundo en el que cuatro paredes acostumbran escucharnos tocar las sonatas para cello de Beethoven y nuestras sonatas para corazones acelerados; los conciertos para violín de Tchaikovsky, Mendelssohn y Brahms y nuestros conciertos para besos; las sinfonías de Bach, Lizst y Rachmaninoff y nuestras sinfonías de amor.

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